jeudi 26 août 2010

Historia de una monja (Abelardo Munoz)

trans-blog del valenciano Abelard, conocido por su libro Gas Ciudad, pero sobre todo por sus cronicas en la Turia, a quien nuevamente cedemos un espacio de difusion de sus textos.

Perdidos uno 2010 23 julio

Historia de una monja

A Juana la conocí el día que a su viejo marido se le salió de la boca la dentadura postiza para hacerse añicos sobre las baldosas de una cutre escaleta de de Patraix. El viejo se lo merecía; insultaba de tal manera a Juana que parecía un basilisco; todo en él era desagradable: rojo como un tomate, rechoncho, disfrazado con un traje de chaqueta a rayas cubierto de mugre, bigote de cagada de mosca y, ¡ay!, peluquín tostado. Como una escena del inexistente cine negro de los años cuarenta en la España fascista. Sólo faltó que se le tirara al cuello así que me interpuse. ¡Caballero! La cosa funcionó.

Se metieron en su casa y no los volví a ver en semanas. El energúmeno de los piños falsos tenía una joyería en la calle de Ruzafa y se había casado por poderes con Juana, una soriana veinte años más joven, ya cuarentona y de buen ver. Yo vivía en el último piso de aquella finca y ellos en el segundo. Había una placa en la puerta que rezaba Honorio Corrales y sin alusión alguna a su esposa. Siempre que subía las escaleras de noche al volver de la fábrica escuchaba los alaridos de animal del joyero contra la indefensa mujer.

Dos años después, el Altísimo se apiadó de Juana y ésta quedó viuda. Me lo contó en el mercado con brillo en los ojos; la felicité.

Una tarde que volvía de un viaje por Italia y subía las escaleras cargado de fardos, ella abrió la puerta de su casa de sopetón y con una sonrisa de oreja a oreja, la silueta como un cuadro flamenco bajo la luz cenital del interior, me invitó a pasar a refrescarme.

Aceptar aquello cambió mi vida en los siguientes años pues antes de que reparara en ello me había convertido en su amante. Pero conviene detenerse en aquella primera tarde porque la escena se me ha quedado grabada de por vida ahora que toda esta historia es un lejano recuerdo.

Acepté su invitación como dije y me pasó a un humilde comedor. Me senté en un sillón rojo y ella fue a por el refresco. Volvió al punto y se sentó en uno de los brazos. Tal era su mirada y su actitud, de tal manera arqueaba su gran culo sobre el sillón que, encendido de lujuria, le solté: ¿Qué me vas a hacer, mujer? Al tiempo que me incorporaba como asustado.

Ella contestó, ¡espera! y salió pitando de nuevo hacia el fondo del pasillo y para mi asombro regresó con un paño que colocó primorosamente doblado sobre el respaldo del sillón. Se agachó y como yo ya la tenía a punto comenzó a mamarla como no me lo habían hecho en mi vida. Yo de pié, con los pantalones sobre los tobillos, miraba extasiado la foto enmarcada de boda del ella y el joyero que colgaba de la pared justo enfrente de mis ojos y pensé que aquello podía ser una mala película de sórdido neorrealismo hispano.

Ella tendría unos diez años más que yo, no era guapa, pero poseía la gracia de los adolescentes tardíos y liberados, además era una consumada maestra en el arte de la felatio in extremis. Porque aquello es lo que fue la escena en aquel inaudito comedor: la universalemente conocida como mamada in extremis que es al parecer un impulso primigenio de mamíferos desde la noche de los tiempos.

De pronto y cuando estaba a punto de venirme sobre las comisuras de mi dulce pervertidora, escuché un grito sobrehumano que venía del fondo del pasillo. Era un chillido horrendo de bruja que llamaba a mi lanzada vecina.

La viuda sacó dejó lo que estaba haciendo muy a conciencia por unos instantes y girando la cabeza chilló al pasillo: “¡Ya voy madreeee!”. Luego comprendí la utilidad del paño, pues con él me limpió y se limpió primorosamente todo el pringue del encuentro erótico. No te preocupes, yo seré tu viudita, dijo romancera en el quicio de la puerta. Baja cuando quieras.

Con el tiempo me fue contando una vida extraordinaria. La vieja era la suegra, un regalito que le había dejado el cabrón del joyero. Un hombre que la vejaba desde el mismo día de la boda. Me confesó que no había tenido opción. Así pasaron los meses hasta que le paré los pies cuando empezó a subirme la cena a casa. Alitas de pollo fritas y cosas así. ¿Imaginaros!

La última noche de amor, en su habitación de matrimonio, como despedida me desveló su secreto. Revelación que permanece grabada de manera indeleble en los jirones de mi memoria moribunda.

¡Cierra los ojos!, dijo. Cuando los abrí tenía delante de mí a una monja vestida de pies a cabeza y saltando encima de la cama como una niña. Quedé yerto pero muy interesado pues al punto le rogué que no se quitara semejantes prendas. Mi fetichismo, aquella noche inolvidable, ocioso es decirlo, se remontó a cumbres insospechadas.

Su historia no era la de Santa Teresa, desde luego. De niña su familia pobre la había metido en un remoto convento de la provincia a de Soria. Una mazmorra a la que se vio sometida sin comerlo ni beberlo. El azar jugó en su favor pues un buen día sorprendió a la madre superiora y al obispo de la diócesis enganchados en la posición del perro y sudando como mulas. La expulsaron de inmediato. Llegó a la ciudad y la familia le recomendó al joyero. Eso era todo.

Juana era una de las más flamencas mujeres que he conocido en mi vida, y he conocido a muchas, vive Dios. No era yo su único amante, ni mucho menos, como le sucede al converso en cualquier tiempo y lugar; la libertad se la tomó con ganas. La frecuentaban un camionero, un detective privado y un profesor de música, además de yo mismo, claro está.

Poco tiempo después mudé de casa y, cosa curiosa pero no imposible, de costumbres; supe que la vieja suegra había palmado y que ella había abandonado su pequeña orgía de desagravio por un matrimonio feliz. Me alegré mucho por Juana, mi querida monja.

Abelardo Muñoz

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